OPINIÓN

Praga

♦ Las últimas horas antes de abandonar la ciudad las pasé en el Café Louvre en la Avenida  Národni, en el primer piso, mirando por los ventanales a los tranvías subir y bajar. Muy pocas  veces me ha costado tanto alejarme de un lugar. Jugueteaba con la cucharilla en la deliciosa  tarta y daba pequeños sorbos al excelente café, que sabía que me iba a costar la mitad que un  desayuno medio en cualquier cafetería de Madrid. El Café Louvre fue uno de mis descubrimientos  la primera vez que viaje a la Republica Checa, años atrás. Aquella mañana sabía que ya no tendría en adelante la necesidad de volver. Y de hacerlo sería “como turista”. Y no hay nada más triste que sentirse turista en Praga.

Un ataque de nostalgia anticipada me llevó a aquel café que se abrió en 1902, con billares, camareros con pajarita y fuentes modernistas, donde el lánguido Franz Kafka, así como Albert  Einstein durante su cátedra de un par de años en la universidad, se tomaron un café antes de irse, por un tiempo indefinido, de la capital de Europa. Me hacía sentir bien estar desayunando donde hace cien años lo hizo el tipo que relacionó la masa con la velocidad de la luz: ahora que lo pienso, algo tan de Praga, como formular lo relativo de nuestra realidad entre un kilo de garbanzos con la duración de los besos.

Antes de coger las maletas me di un paseo (tal vez fuera el último) para contemplar el Mondava, para mantener en el recuerdo alguna imagen de sus cisnes y sus puentes, la hondura de su precipicio que separa sin rupturas esta vieja población. Pasé obligatoriamente por el Café Slavia junto al imponente Teatro Nacional. Y recordé al de la Casa Municipal, al Gran Café Orient, al Imperial, el recoleto de París y tantos otros de “la Praga de los Cafés” insondables e imposibles de abarcar. Tanta vida, literatura y arte por baldosín cuadrado, como por mesita redonda, por descubrir.

Y es que en Praga hay muchas Pragas. Una cebolla, a veces dulce y otras tantas amarga, cuyas capas superpuestas unas a las otras no se acaban… Imagino que cada uno elegimos la nuestra. La protestante, la católica o la judía. La modernista, la barroca o la medieval. La de la Plaza Wenceslao en la Ciudad Nueva. La Plaza de Staré Mesto, del antiguo ayuntamiento con su reloj Astronómico y las torres góticas de la iglesia de Tyn. El Golem entre las bellas sinagogas y sus mágicos cementerios atestados de historias, en el antiguo gueto judío. El altivo barrio del Castillo, donde tiraban por la ventana a los ministros, justo al lado de la monolítica y gigantesca catedral de San Vito.

La Biblioteca del Monasterio de Strahov, la tienda de cuerdas, baratísimos restaurantes vietnamitas, mercadillos callejeros, marionetas, los parques con pavos reales, roscos dulces, las limusinas de los club de putas, cervecerías medievales, tiendas de llaves y tuercas, de sombreros y vodka, salones de té con bibliotecas cálidas, museos de época, artesanos auténticos, ‘engañatontos’ con arte, magia y mito, elegancia y marketing, vida diaria y tours turísticos… ¡Tantas Pragas!

Yo me quedo con la de aquel martes que salí del Hotel U Krále Karla a las seis y media de la mañana y comencé a bajar por la calle Nerudova, entre los funcionarios del ayuntamiento que retiraban la basura de los adoquines mojados (esos adoquines de Malá Strana, a los que tanto cariño he llegado a tener), llegarme a la plaza de la iglesia de San Nicolás donde los mendigos aún no estaban de rodillas pidiendo caridad, sino durmiendo recostados en los portales o bebiendo mejunjes calientes en vasos de plástico sobre los bancos de piedra congelada, al lado de las paradas de los tranvías. Entrar en un café de nuevo y pedir un destilado con un café solo largo; tragármelo de dos lingotazos y salir a la calle para respirar el aire de aquel espacio. ¿Quién dijo que el aire del planeta Tierra es igual?… El aire de Praga, una mañana de comienzos del mes de mayo, entre diario, mirando la casa de las plumas de avestruz, cerca de la torre de los impuestos del puente de Carlos. Cuando enciendes un cigarrillo y respiras, mirando a la luna que aún no se ha ido y con un sol casi violeta que se despereza sobre las aguas del Moldava. Ese aire de Praga… Poder aspirar otra vez ese aire…

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