No pudieron ir de jóvenes que es cuando tocaba porque había que ganarse la vida trabajando como empleados de banca, funcionarios de Ayuntamiento, maestros de escuela y pare usted de contar.
♦ Hoy los abuelos quieren ir a la universidad y las universidades les han abierto las puertas de par en par. Es un verdadero sin sentido porque a la universidad se va a estudiar, investigar y al final obtener un título académico entre otras cuestiones, los abuelos no saben a lo qué van. Ellos no aspirana estudiar para abogados, arquitectos, ingenieros, periodistas, historiadores o filósofos ni para cualquier otra profesión por muy alta y digna que parezca. Ni siquiera para politólogos que está tan de moda hoy en día. No, lo que desean fervientemente los abuelos es darse el gustazo de decir: Soy universitario. No pudieron ir de jóvenes que es cuando tocaba porque había que ganarse la vida trabajando como empleados de banca, funcionarios de ayuntamiento, maestros de escuela y pare usted de contar. Un sentimiento de frustración que las autoridades universitarias aprovechan para montar todo un tinglado pseudoacadémico.
Lo cierto es que ninguno de estos abuelos universitarios proceden de la clase obrera dura y pura de toda la vida, ninguno ha trabajado en la construcción como albañil, ni como electricista, carpintero o similar, tampoco en la cadena de montaje de ninguna fábrica de lavadoras, neveras o tractores, ni como mecánico en un taller de reparación de automóviles. Ninguno se ha ganado la vida con un tractor cultivando la tierra o criando vacas, ovejas o gallinas en el campo. Es posible que sus hijos y tal vez sus nietos han sido o son universitarios aunque esos estudios no les estén sirviendo para casi nada salvo para engrosar las listas del paro, trabajar como cajera en un hipermercado, de conserje en un ayuntamiento o, en última estancia y a la desesperada para emigrara Alemania con la promesa de trabajar como ingeniero de telecomunicaciones y terminar de camarero en un McDonald’s de Düsseldorf. Algunos, la inmensa mayoría, nada de nada aquí en su país. Y sin embargo tienen abuelos que acuden de mentirijillas a la universidad al menos una vez a la semana para que les expliquen todo lo que no quisieron explicarles cuando tan solo eran unos chavales en la escuela de su pueblo o de su barrio en tiempos de la dictadura franquista. A la vejez, viruelas. Para esto han quedado las universidades en nuestro país.
La universidad, por su parte, todo este fenómeno lo explica o más bien lo justica de la siguiente manera: “El aumento de las expectativas de vida, junto con los procesos de reconversión en el mundo laboral, han dado como resultado, a finales del siglo XX, la aparición en nuestra sociedad de un gran sector de población, laboralmente inactiva, formado por un creciente número de personas que disponen libremente de todo su tiempo y que se encuentran aún en perfecto uso de sus capacidades”. Y por eso sigue argumentado: “Es una tarea social de importancia creciente proporcionar a estas personas oportunidades, no sólo para que ocupen su tiempo libre, sino para que puedan seguir activos intelectualmente, contribuyendo así a su desarrollo personal, a las relaciones interpersonales e intergeneracionales, facilitándoles al mismo tiempo una mayor integración social”. Suena a cuento chino y que me perdonen los chinos.
Algunas de estas universidades cuentan con más de mil seiscientos alumnos por curso, la Complutense de Madrid, por ejemplo, que pagan una matrícula que ronda los doscientos euros por persona y curso. Con el agravante de estar utilizando un espacio público como es una universidad pública para un uso privado. ¿No resulta todo este tinglado algo extraño por no decir sospechoso? Siempre pensé que la universidad era un lugar para que los jóvenes estudien una carrera y no para convertirla en un centro de la tercera edad de pago donde los abuelos, en lugar de ir a jugar a las cartas o a la petanca, van a sentarte en un pupitre a escuchar una clase magistral impartida por un sesudo catedrático los miércoles por la mañana.